Columnas
La naranja mecánica

Mahmoud Ajjour, de nueve años, es el protagonista de la fotografía del año en el World Press Photo 2025. Mientras su familia huía de un ataque israelí, Ajjour volvió atrás para animar a los demás a seguir. Una bomba le amputó un brazo y le mutiló el otro. El niño fue evacuado a Doha, donde recibe tratamiento médico, y está aprendiendo a usar sus pies para hacer las tareas cotidianas como escribir, abrir puertas o usar un teléfono. Fue en el complejo de apartamentos en el que Ajjour vive con su familia en Catar donde Samar Abu Elouf, la fotoperiodista autodidacta de Gaza, tomó la fotografía. El pequeño necesita asistencia especial para la mayoría de actividades del día a día, como comer y vestirse, y su sueño ahora es obtener prótesis y poder vivir su vida como cualquier otro niño. Ese, seguramente, no era su sueño antes de que las bombas cayeran sobre territorio palestino, su hogar, y le dejaran sin brazos en marzo de 2024.
Poner el foco en imágenes como esta parece algo excepcional. Lo que retratan, no lo es. Este mes, una moderadora de contenidos de una empresa subcontratada por TikTok decidió querellarse contra ambas compañías por secuelas psicológicas porque, según ella, debía visionar cada jornada una media de mil vídeos de contenido violento, agresivo o altamente sensible, lo que daba un total de 16 segundos para examinar cada uno. Mutilaciones, asesinatos, violaciones, descuartizamientos, torturas, terrorismo, decapitaciones o suicidios en directo formaban parte de su día a día en el trabajo. Aunque nosotros no lo veamos, mucho menos en tal cantidad y de manera tan extrema, forma parte del mundo en el que vivimos. Puede que no nos sentemos frente a una pantalla y dediquemos la mayor parte de nuestro tiempo a recibir ese impacto tan radical de fotografías o vídeos, porque justamente la figura de moderador se encarga de filtrar ese contenido y proteger nuestra sensibilidad. Sin embargo, este escudo puede ser contraproducente y hacernos correr el riesgo de ser impermeables al dolor, el cual también construye la realidad.
Es algo que ya está ocurriendo cuando hablamos de la exposición a la información. Día tras día, cada uno de nosotros recibimos cantidades inconmensurables de noticias, datos, relatos e historias, ya sean buenas o malas, simples o espectaculares, lejanas o cercanas, ciertas o falsas… Si bien las segundas, en todos los casos, se expanden más rápido y hacen más mella, todas determinan nuestra visión sobre lo que pasa a nuestro alrededor. Nuestra exposición constante y prácticamente imposible de limitar, si pretendemos ser humanos “funcionales”: informados, con criterio y opinión formal y formada, con capacidad para debatir y relacionarnos entre nosotros, nos ha hecho inmunes a la información, tanto para bien como para mal. La infoxicación a la que estamos sometidos ha hecho que las cifras, los datos y las palabras construyan una amalgama de relatos que no somos capaces de descifrar y que, al final, solo acaban representando para nosotros un conjunto de palabras que se siguen las unas a las otras creando tal medida de material informativo que nuestro cerebro es incapaz de procesar.
En este sistema que nos tiene extremadamente sobreestimulados y, a su vez, anulados, las fotografías se han convertido en el único estímulo que nos devuelve a la realidad. Y hay que aceptar que muchas veces esta lleva consigo el adjetivo de cruda. Cuando las palabras acaban siendo significantes vacíos de contenido que no somos capaces de comprender e interpretar, las imágenes aparecen como una oportunidad para que el ser humano se vea ante el espejo, observe su entorno, sea capaz de interpretarlo y, en consecuencia, dé una respuesta. Esto lo vemos, sobre todo, cuando tenemos que alzar la voz en conjunto contra violaciones de derechos humanos, guerras y conflictos que siegan vidas y todo tipo de ataques y crímenes a la humanidad. Del mismo modo que la información positiva tiene un efecto menor en nosotros, como lo pueden ser las fotografías de ese tipo, la información negativa y las imágenes sensibles generan un gran impacto y son capaces de removernos por dentro y llevarnos a la acción.
Es fundamental que veamos estas fotos. Es crucial que miremos a los ojos de las personas que sufren. Es necesario que sintamos el dolor ajeno. Solo de ese modo lo podemos hacer nuestro para que, como sociedad, reaccionemos. Los nombres, las edades o las historias pasan por nuestras cabezas y desaparecen en cuestión de segundos. Nunca las podremos retener. Las caras, los ojos y las expresiones nos hacen humanos, nos obligan a empatizar y nos despojan del orgulloso e irreal derecho de mirar hacia otro lado. Seas de donde seas y pienses lo que pienses, las imágenes que retratan las consecuencias de la maldad allá donde tenga lugar nos dejan en evidencia por nuestro silencio cómplice o nuestro grito sordo por no ser unánime. No hay mejor manera de transmitir que con lo que vemos, y el periodismo debe ser consciente de ello porque de exponer estas realidades depende que la humanidad las haga cambiar.
Siempre hemos escuchado que el bien no existiría sin el mal. No obstante, a mi parecer, la frase puede leerse más específicamente: el bien, para hacer frente al mal, necesita de la conciencia de la existencia de este último. “El mal no se puede ocultar: el mal hay que sacarlo a la luz”. Estas fueron las palabras del papa Francisco en la misa que cerraba su viaje apostólico a Bélgica el pasado septiembre. El término “maldad” parece estar estrechamente vinculado a la fe, como el pecado y la virtud, o el orden y el caos, pero también tiene una carga política inmensa, sobre todo, para la construcción de la conciencia sobre nosotros mismos y nuestro entorno. Fotografías como la de Ajjour o como la de Alan, el niño sirio que yacía muerto en las playas de Turquía zanjan el debate sobre la importancia de ver ese tipo de imágenes y permiten tomar conciencia política del concepto de “maldad” como semilla original de la respuesta social del bien.
Exponernos a esta realidad, la que no es artificial, la que tiene sus luces y sus sombras, puede hacernos correr el riesgo de volvernos impasibles al dolor. Y a pesar de que hacerlo con fotografías es mucho más difícil, no es tampoco innegable que ser partícipes del sufrimiento en el mundo acarrea una carga emocional y psicológica que puede dejarnos secuelas de por vida. Jamás será una obligación moral sentarse frente a todas estas imágenes, sin apartar la vista, y seguir el tratamiento de Ludovico, como Alex DeLarge en La Naranja Mecánica (1971), de Stanley Kubrick, pero no podemos dejar que la felicidad ilusoria se imponga al deber ético y humano de contemplar con nuestros ojos lo bueno y lo malo que hay en el mundo. La venda que nos tapa la vista y no nos deja ver nos crea la sensación de un falso bienestar, pero esconde al mismo tiempo el remordimiento de que existe una injusticia de la que somos cómplices. Nosotros podemos deshacer ese nudo, romper con la deshumanización de nuestro sistema y dejarse arrastrar por la voz común y unida de una sociedad que lucha por el bien.